En China, niños entre 12 y 17 años fabrican
juguetes en condiciones de esclavitud
Trabajan entre 14 y 18 horas. Tienen 15 minutos para comer y cuatro horas para
dormir en cuchitriles situados en las mismas fábricas. Al anochecer, las
trabajadoras son registradas para comprobar que no han robado nada. Con sus
puertas de metal y sus barrotes en las ventanas, estos talleres parecen más un
cuartel militar. Así es como los chinos son competitivos.
Montar, empaquetar, montar, empaquetar, montar,
empaquetar,… Las 600 jóvenes trabajan como robots, sin levantar la mirada,
darse un respiro o hablar entre ellas. Todas han llegado del campo tratando de
salir de la pobreza y aquí están, montando y empaquetando muñecos de plástico,
entre 14 y 18 horas al día, 15 minutos para comer, permisos reducidos para ir
al servicio y cuatro horas para soñar que en realidad no están durmiendo en los
cuchitriles situados en la última planta de la fábrica. Una ruidosa sirena les
devuelve a la realidad y anuncia el nuevo día mucho antes de que amanezca. Las
empleadas saltan de la cama, se ponen las batas y forman en línea antes de
correr escaleras abajo hacia sus puestos. La gigantesca nave está situada en
las afueras de Shenzhen, la ciudad más moderna del sur de China, rodeada de
otros almacenes parecidos, más o menos grandes, algunos con más de 5.000
empleadas.
En China se las conoce como dagongmei o chicas
trabajadoras. Jóvenes y adolescentes dispuestas a producir, producir y producir
sin descanso por un sueldo de 15.000 pesetas al mes del que los jefes
descuentan la comida y lo que llaman “gastos de alojamiento”. Las cientos de
miles de factorías de mano de obra barata repartidas por todo el país son la
otra cara de ese made in China que ha invadido las tiendas de todo el mundo,
desde los artículos de las tiendas de Todo a 100 a las lavadoras o la ropa de
marca. Y para las dagongmei, estas fábricas son su casa, su familia, su celda.
En ellas los supervisores se encargan de que no
descansen y de que la producción nunca disminuya.
Cada trabajadora es registrada al finalizar la
jornada para comprobar que no se ha llevado ninguna unidad de los juguetes,
llaveros, gorras o cualquier otra cosa que estén fabricando dentro del sinfín
de productos elaborados a precio de saldo.
Si quebrantan las reglas internas o no rinden al
nivel esperado, un sistema de penalizaciones permite a los jefes reducir el
sueldo o los ocho días de vacaciones que se conceden al año. “Hay que
vigilarlas; si no, se relajan”, dice entre risas el patrón de una fábrica de
Shenzhen que confecciona diminutos juguetes de plástico.
Miles de empresas estadounidenses y europeas -entre
ellas medio centenar de españolas-subcontratan fábricas chinas similares a esta
para llevar sus productos a Occidente al mejor precio. “Si no fuera así, no
sería rentable y nos iríamos a otro país”, reconoce un empresario
estadounidense que mantiene cerca de 40 talleres en el delta del río de la
Perla, donde trabajan seis millones de dagongmei.
No son ni siquiera la décima parte de las que hay
en todo el país, alrededor de 70 millones. Sobrecogida por esta realidad, la
profesora del Centro de Estudios Asiáticos de la Universidad de Hong Kong, Pun
Ngai, se decidió a pasarse por una campesina más, buscó una factoría y pasó
seis meses viviendo y trabajando en una fábrica de productos electrónicos de
Shenzhen para comprobar cómo viven las explotadas trabajadoras chinas.
El dormitorio donde fue alojada, situado en la
última planta, tenía compartimentos donde debían dormir hacinadas hasta 15
jóvenes. La mayoría de ellas sufría de anemia, dolores menstruales o problemas
en la vista, en el caso de las que tenían que montar diminutos productos a ojo
sin apenas descanso. Otras enfermaban envenenadas por el contacto con productos
químicos utilizados en el trabajo o simplemente desfallecían de cansancio tras
interminables jornadas en las que se les daba de comer un simple plato de arroz
al día.
“Les niegan todos los derechos, no tienen el
permiso de residencia aunque pasen 10 años trabajando en el mismo lugar. Las
tiendas o los médicos de las ciudades donde están situadas sus fábricas les
cobran más que al resto de los vecinos”, asegura la profesora, que ha reunido
su experiencia en varios informes.
Las pesquisas de Pun Ngai no son las únicas. La investigación de un periódico de Hong Kong descubrió en agosto pasado que los juguetes que la multinacional de hamburguesas Mc Donald´s regalaba en sus promociones en el país asiático estaban siendo elaborados en China por adolescentes de entre 12 y 17 años. Las menores trabajaban sin descanso de siete de la mañana a 11 de la noche, todos los días de la semana. En ocasiones la jornada se alargaba hasta las dos de la mañana a cambio de un sueldo de 400 pesetas al día y una habitación de 25 metros cuadrados a compartir con otras 15 chicas.
Las pesquisas de Pun Ngai no son las únicas. La investigación de un periódico de Hong Kong descubrió en agosto pasado que los juguetes que la multinacional de hamburguesas Mc Donald´s regalaba en sus promociones en el país asiático estaban siendo elaborados en China por adolescentes de entre 12 y 17 años. Las menores trabajaban sin descanso de siete de la mañana a 11 de la noche, todos los días de la semana. En ocasiones la jornada se alargaba hasta las dos de la mañana a cambio de un sueldo de 400 pesetas al día y una habitación de 25 metros cuadrados a compartir con otras 15 chicas.
El Comité Industrial Cristiano de Hong Kong, una
ONG que se dedica a rescatar a los pequeños
que trabajan en esas condiciones, envió un equipo
de investigadores a la fábrica subcontratada por la cadena de restaurantes
americana. Las historias que escucharon se parecían todas a las de Wang
Hanhong, de 12 años: “Mis padres no querían que viniera. Lloré e imploré para
que me dejaran porque quería ver el mundo. Mi familia tiene otros tres hijos,
pero todos van al colegio. Quiero ahorrar dinero para que mis padres puedan
sobrevivir”.
Círculo vicioso
Es un círculo casi indestructible. Por una parte,
las multinacionales americanas o europeas no tienen que responder por las
condiciones de sus fábricas en países del Tercer Mundo y ahorran costos
laborales. Por otra, los gobiernos locales tampoco están interesados en
espantar la inversión extranjera haciendo demasiadas preguntas.
Y las fábricas se multiplican. La empresa Chun Si Enterprise, por ejemplo, fue contratada por la mayor cadena de supermercados del mundo, Wall-Mart, para que confeccionara bolsos de mujer en su factoría de Zhongshan, en la provincia sureña de Guangdong. Más de 900 trabajadoras permanecían encerradas todo el día, salvo los 60 minutos de descanso y comida establecidos. Los guardias golpeaban constantemente a las empleadas y les multaban por faltas como “la utilización excesiva del servicio”.
De la media docena de fábricas subcontratadas por empresas occidentales visitadas, sólo una mantenía las mínimas condiciones. El resto estaban sucias, mantenían a las empleadas trabajando en horarios ilegales, con sueldos míseros o habían sido convertidas en cárceles donde las ventanas estaban bloqueadas con barrotes y las puertas cerradas con llave las 24 horas del día.
Y las fábricas se multiplican. La empresa Chun Si Enterprise, por ejemplo, fue contratada por la mayor cadena de supermercados del mundo, Wall-Mart, para que confeccionara bolsos de mujer en su factoría de Zhongshan, en la provincia sureña de Guangdong. Más de 900 trabajadoras permanecían encerradas todo el día, salvo los 60 minutos de descanso y comida establecidos. Los guardias golpeaban constantemente a las empleadas y les multaban por faltas como “la utilización excesiva del servicio”.
De la media docena de fábricas subcontratadas por empresas occidentales visitadas, sólo una mantenía las mínimas condiciones. El resto estaban sucias, mantenían a las empleadas trabajando en horarios ilegales, con sueldos míseros o habían sido convertidas en cárceles donde las ventanas estaban bloqueadas con barrotes y las puertas cerradas con llave las 24 horas del día.
En un intento de contrarrestar las crisis de
relaciones públicas que tenían que afrontar cada vez que se denunciaban abusos,
las grandes multinacionales comenzaron a contratar equipos de inspección más o
menos independientes a mediados de los años 90. No sirvieron de
mucho.
“Los controles han sido un fracaso porque las
empresas no tienen ninguna intención sincera de cambiar el sistema”, según el
Comité de Trabajo Nacional (NLC), una asociación de EE.UU. que centra sus
denuncias en empresas americanas. Los inspectores de Wall-Mart, por ejemplo,
nunca descubrieron las irregularidades en su centro de producción en China y
sólo una denuncia periodística logró en 1999 revelar lo que estaba sucediendo.
Un cuartel militar
En la entrada de la factoría de la marca deportiva
Nike de Jiaozhou, en la provincia de Shandong, se puede leer su famoso lema:
“Just Do It” (Simple-mente, hazlo). Dentro, 1.500 jóvenes, siempre menores de
25 años, trabajan 12 horas al día, según el NLC. Se trata de una pequeña parte
de los más de 100.000 chinos que fabrican prendas deportivas Nike en todo el
país, a los que hay que sumar 70.000 personas en Indonesia y 45.000 en Vietnam.
“Con su puerta de metal y sus barrotes en las ventanas, la fábrica se parece
más a un cuartel militar que a una factoría”, asegura en su informe NLC, que
describe como “papel mojado” los códigos de conducta crea-dos por las
multinacionales.
Pero son las fábricas de productos Todo a 100, unas
gestionadas y explotadas por empresas chinas y otras por empresarios
extranjeros, las que peores condiciones tienen. La presión para abaratar los
precios es mayor y detrás del negocio suelen estar compañías desconocidas que
no tienen que cuidar su nombre. El lema es producir mucho, barato y rápido. Los
accidentes entre las trabajadoras o incendios como el que ocurrió recientemente
en una nave de Shenzhen en el que perdieron la vida 80 personas, son
contingencias cotidianas.
La política de contratación en estos talleres del
Todo a 100 es no admitir a mujeres mayores de 25 años, pero en ocasiones los
gestores se saltan su propia regla si la candidata tiene hijos pequeños
dispuestos a sumarse a la cadena de producción sin cobrar nada a cambio.
Las madres sí cobran, pero el sistema leonino de sanciones tiende a reducir su retribución a unas 5.000 pesetas al mes: se recorta la paga de una hora por cada minuto de retraso en el trabajo, se penaliza con otras cinco horas las ausencias para ir al servicio o se retira completamente la mensualidad a las que se comporten de modo incorrecto.
Las madres sí cobran, pero el sistema leonino de sanciones tiende a reducir su retribución a unas 5.000 pesetas al mes: se recorta la paga de una hora por cada minuto de retraso en el trabajo, se penaliza con otras cinco horas las ausencias para ir al servicio o se retira completamente la mensualidad a las que se comporten de modo incorrecto.
La situación en China es especialmente desesperante
para las víctimas de los abusos porque el gobierno comunista mantiene la
ilegalización de sindicatos y asociaciones de trabajadores. “Aquellos que
tratan de unirse para defender los derechos de los trabajadores son
encarcelados. La gente tiene miedo de decir lo que les está pasando, aunque las
condiciones sean extremadamente duras y no hayan recibido una sola paga durante
meses”, asegura Han Dongfeng, editor del Boletín del Trabajador en China y
disidente encarcelado tras las manifestaciones de Tiananmen en 1989 por
movilizar a los trabajadores. “Estoy en contacto con gente que trabaja en las
factorías y a menudo me cuentan el miedo que le tienen a los jefes. Les he
pedido que se unan y luchen por lo que es suyo”, dice Han.
Hacia la prostitución
e esta forma, las dagongmei, abandonadas a su
suerte y sin nadie que las defienda, trabajan hasta que sus cuerpos aguantan y
después regresan a sus pueblos con lo puesto. El perfil de la “chicas
trabajadoras” de China es casi siempre el mismo: jóvenes de entre 14 y 25 años,
sin estudios secundarios y dispuestas a enviar más de la mitad de su sueldo a
sus pueblos de origen. Muchas, cada vez más, terminan dejando las factorías
para prostituirse. “Es mejor que trabajar en la fábrica”, dicen las muchachas
que ya han dado el paso y ofrecen sus cuerpos abiertamente en las calles del
centro de Shenzhen.
No muy lejos, en la planta de fabricación de
muñecos, la jornada termina cuando se ha cumplido el objetivo de producción impuesto
por los supervisores, nunca antes de las dos de la madrugada.
Aunque las 600 trabajadoras han tratado de mantener
el tipo durante horas, varias han sido descubiertas exhaustas, completamente
inconscientes, con la cabeza reposando sobre la mesa de montaje. Este mes
tendrán que ver cómo su sueldo queda recortado a la mitad.
“Hay muchas chicas dispuestas a venir aquí, así que
la que no trabaje bien se puede volver al pueblo”, explica el capataz, cuyo
sueldo depende también del número de camiones que se logren llenar con la
producción. No existe un lugar mejor para ver hasta qué punto el pueblo chino
está pagando con sudor y con lágrimas que la ropa, los electrodomésticos o los
juguetes que compran los occidentales se vendan lo más barato posible. Así suena
la matraca incesante de la ley del made in China: montar, empaquetar, montar,
empaquetar.
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